martes, septiembre 04, 2007

Un cuento para que duermas

Había una vez una joven que escribía historias; historias de amor, de guerra, de lágrimas y fantasías. Podía crear un mundo en su imaginación y podía también ponerlas en papel para que la gente las disfrutara y las sintiera suyas. En cada historia que contaba ponía un poco de su esencia misma y eso hacía que se gastara de a poco, pero había tanta gente que quería escucharla que no dudaba en hacerlo, aunque en ello se le fuera palabra a palabra la vida. Inventaba o coleccionaba historias reales, las mezclaba, le ponía un poco de esto y aquello y zas! las historia salía más que de su boca, de su alma. A veces parecía que la misma madre tierra le contara historias al oído, o las estrellas o el mar.

Inventaba tantos cuentos que su gente cercana ya no sabía si hablaba en serio o estaba contando una de sus historias.

Pasaban los días y ella seguía contando y alegrando, mientras se desgastaba poco a poco, sin que eso mermara sus ganas de seguir haciéndolo. La gente atribuía su transparencia a que podría ser de otro mundo o del pasado, que venia a contarles cómo había sido todo desde antes que Adán y Eva fueran desterrados por una fruta de nada. Por eso no se preocuparon de que de a poco esa joven se hiciera más y más volátil.

Un día esta joven vio que si contaba una historia más desaparecería para siempre, entonces tomó la difícil decisión de ocultarse del mundo hasta que se le llenara el alma para empezar otra vez a regalar historias. Se fue a un cerro, al lado de un arroyo y se dispuso a descansar el cuerpo y rellenar su alma.
Al pasar las horas, mientras descansaba un joven se le acercó lentamente.
Ella pudo haber corrido lejos, pero vio en sus ojos de zorrito algo que la detuvo.
- ¿Eres la que cuenta historias? - le preguntó.
- Sí - respondió, pero ahora no puedo.
- ¿Por qué no puedes? - dijo el joven.
- Por que si lo hago, se me va el alma.

El joven estaba triste y ella no podía ayudarlo. Él entonces procedió a contarle su propia historia. Historia de años buscando, amando, llorando, siendo feliz, con dudas, alegrías y penas; pero en algún momento había perdido el rumbo y ya no sabía ni quién era. Él la buscaba para que ella pudiera anudar los pocos recuerdos que le quedaban y así recuperar su historia. Cuando uno pierde su historia, se pierde a si mismo, pensaba él.

Ella se enamoró perdidamente del hombre de los ojos de zorrito, de sonrisa de luna y labios de frutilla. Pasaron los días y él esperaba a que ella recuperara lo que necesitaba para ayudarlo. El tiempo pasaba y ella no lograba reunir lo necesario. El alma puede tardar mucho tiempo en recuperarse. Eso la impacientaba.

Él observaba a esa joven extraña, que se sentaba bajo un árbol por horas, callada y tranquila, parecía un fantasma, más bien de humo, a veces pensaba que si el viento corría muy fuerte, se la llevaría para siempre.

Ellos se amaron, se amaron de lejos, sin saber los sentimientos del otro, cada cual encerrado en si mismo, en eso que los quemaba y el otro ignoraba. El joven estaba más triste que desde su llegada y ella no podía soportarlo, ¿qué le oprimía el alma? ¿Cómo podía ayudarlo si aún no estaba lista? Quería arrullarlo en sus brazos, contarle miles de historias, alegrarle la existencia, ¿pero si él la rechazaba? ¿O si ella al contarle cuentos desaparecía?

Una noche de luna llena, ella no pudo soportarlo más y sin importar lo que pasaría después o si se esfumaba a mitad de su obra, se acercó despacio y se sentó frente a él, le tomó las manos y le dijo:
- Tengo una historia que contarte.
Así pasaron las horas, ella uniendo palabra por palabra, trazando una vida olvidada, creando para él, juntando recuerdos y anécdotas, hasta tener una vida hecha a la medida para ese joven que la volvía espuma por dentro. En cada palabra que decía se debilitaba más y más. Eso dejó de importarle después de la segunda frase de ella y la primera sonrisa de él.
Pasó la noche y llegó el alba, sin que ella dejara de contar y contar. El joven la miraba fascinado, parecía casi imposible que esa joven que parecía de luz pudiera hacerle una vida. ¿O tal vez con cada palabra que decía se volvía luz?
Estaban agotados, ella por todo lo que dijo y él por todo lo que tuvo que guardar en su memoria. Después de darle las gracias y pagarle por su servicio se retiraron a descansar. Ya repuesto el joven, se dedicó a buscar flores para ella, más que para agradecerle otra vez, para decirle lo que le oprimía el pecho hace tanto tiempo. La busco por todas partes y no pudo hallarla, clamó al cielo y las estrellas y ella no aparecía.
Ahora que tenía su historia no la tenía a ella ¿de qué le servía tener una vida si no podía ofrecérsela? La buscaba incansablemente, preguntaba por ella en todas partes y nadie le daba respuesta. No dormía, por que en las noches se le aparecía en sueños, soñaba que mientras la besaba ella se volvía humo y no podía retenerla.
La buscó por años y años hasta que la vejez se le instaló en los huesos y el alma. Nunca la encontró, ni tuvo rastro de ella, pero cada vez que escuchaba una historia su olor le llegaba a la memoria y la sonrisa se le ensanchaba.

Ya casi a las puertas de la muerte, postrado en una cama, frente a la ventana iluminada por la luna, la vio descender despacio por un rayo que se colaba por la ventana, despacio y frágil, como un susurro. El no tenía miedo, ¿cómo iba a temerle si la amaba, si la había buscado tanto? Ella se sentó a su lado, le tomó las manos y dijo:
- Tengo una historia que contarte:

"Había una vez un joven que había perdido a su amada, la buscó por cielo, mar y tierra. Puso toda su fortuna a los pies de quien pudiera darle una pista del paradero de ella, uso todo su tiempo buscándola, toda su vida llamándola. El no sabía que ella estaba dentro de él, que un día, al verlo triste, ella, al crearle una vida le dio la suya propia, para que el pudiera vivirla y disfrutarla; para que la tristeza de no saber quien era no le nublara los ojitos de zorrito, ni la sonrisa de luna. Ella lo amaba y prefirió volverse luz, que verlo triste..."

El hombre por fin comprendió que todo éste tiempo ella siempre estuvo acompañándolo y supo también que por fin iban a estar juntos para siempre, que ella venía a llevarlo a un lugar donde pudiera contarle historias, amarlo y arrullarlo sin que se le gastara el alma.

Al otro día cuando su familia vino a visitarlo, el hombre estaba en su cama, con los ojos abiertos mirando el horizonte, helado como una piedra y una sonrisa de luna en sus labios de frutilla.

FIN